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La bruja, el gato y el intercambio

Por Maite y Julieta Mi consuelo en las noches oscuras, en aquella casa vieja en Recoleta —casa de mis

La bruja, el gato y el intercambio

Por Maite y Julieta

Mi consuelo en las noches oscuras, en aquella casa vieja en Recoleta —casa de mis abuelos que solía visitar en los veranos—, era aquel gato negro. Aquella casa, frente a un cementerio merodeado en las lunas llenas por la bruja de la casa 744, se llenaba de sombras. Mi consuelo ante esas noches sombrías fue ese felino teñido en sombras, como la misma noche. Sus ojos brillaban como un par de gemas verdes preciosas, y ahora, con los ojos cerrados, dormía plácidamente en mi pecho, transmitiéndome paz y calma. Me permitía ceder al sueño fácilmente, luego de un día largo, sumergiéndome en el río de la inconsciencia, donde la suave corriente acaricia la orilla de la tierra de los sueños.

No sin antes escuchar un leve y extraño pitido. Un sonido jamás antes escuchado en mi oído, al que no le tomé importancia, quizá por el sueño, quizá por el agotamiento. A pesar de eso, me fue imposible no notar una sensación difícil de describir. Aún con los ojos cerrados, noté el destello de una luz verde intensa, parecida a la de un semáforo perdiendo el paso. Una sensación que nunca antes había sentido en mi cuerpo: un calor relajante, cálido y tan cómodo como extraño.

Esa noche tuve un sueño. Un sueño muy extraño. En aquel sueño, yo flotaba en mi habitación. Cuando observé mi cuerpo, era transparente y brillante. Al mirar hacia abajo, vi mi cuerpo dormido. Un maullido llamó mi atención, haciéndome levantar la vista. El gato negro estaba en el mismo estado físico —o no físico— que yo. Ambos danzamos en un baile etéreo, girando uno alrededor del otro. No pensaba ni sentía nada más que una paz indescriptible. Sentí cómo fui succionada hacia abajo, al igual que el felino, y lo único que supe momentos después fue que abrí los ojos.

Desorientada, observé mi entorno. Inmediatamente noté que algo estaba mal. Sentía mi cuerpo encogido, el calor del pelaje por todo el cuerpo, el aroma a hierba fresca en mis bigotes, una nueva sensibilidad a los ruidos y olores. Todos mis sentidos estaban agudizados. Al observar el entorno, me percaté de que no encontraba mi propio cuerpo.

Caminaba torpemente y con prisa, desorientada y asustada, sin poder hablar o gritar para llamar a mis abuelos, ya que el único sonido que escapaba de mi boca no era más que un «miau» desesperado.

Al bajar las escaleras, me encontré con una imagen horrorizante para mi dignidad: mi cuerpo, ahora controlado por el viejo felino Sushi.

Sushi, en mi cuerpo, comía en cuatro patas, en pijama, con una rapidez que avergonzaría a cualquier gato del barrio. Sus manos humanas se movían imitando el movimiento de garras, recogiendo la comida y llevándola a su boca con una velocidad y eficiencia que habría sido admirable si no fuera por la baba y los restos de comida que caían de su barbilla, y la forma en que se lamía los dedos una vez que terminó. La ridícula escena dejaba en claro la felicidad del felino al comer su amada comida desde un cuerpo humano.

Antes de poder hacer algo para evitar que esa escena tan humillante y ridícula fuera vista por alguien, mi abuela entró a la cocina y, al verme a mí (o bueno, a mi cuerpo controlado por un felino), comiendo comida de gato, gritó horrorizada:

— ¡Ay, m’hija! ¿Qué estás haciendo? ¡Qué barbaridad! ¿Qué te pasa? ¿Por qué comes comida de gato?

Como todo felino, solo respondía “miau” mientras se lamía la mano para limpiarse. Mi abuela, creyendo que era alguna broma ridícula mía, solo me regañó y me mandó a mi habitación, lo cual el gato, de mala gana y con mala cara, obedeció. Yo lo seguí de cerca, antes de que causara más problemas.

Una vez allí, traté de comunicarme con él a base de maullidos. Al parecer, aún entendía el idioma felino.

— ¡Esto es un desastre! ¿Cómo terminé en el cuerpo de un gato viejo y vago?

—Eso me ofende bastante —exclamó Sushi, molesto, con expresión ofendida—. Al menos no apesto a sudor y no me falta el pelaje. Los humanos son tan raros… sus sentidos dejan mucho que desear. Deberían agradecer cuando les tengo la suficiente compasión como para traerles palomas para comer. ¡Y en vez de eso, se espantan! —dijo ofendido, con una mano sobre el pecho, negando con la cabeza.

— ¡Eso es asqueroso! Además, no es lo importante aquí. ¡Quiero mi cuerpo humano de vuelta!

—Yo no me quejo. Me gusta tener pulgares y poder abrir la nevera para comer lo que se me apetezca.

Mientras la ridícula discusión continuaba, un suave sonido proveniente de la ventana llamó nuestra atención. Un gato naranja se asomó por allí, con un pelaje que ardía como una llama cálida y suave.

— ¡Hola, amigos! ¿Qué sucede?

Miré a Sushi e intercambiamos una mirada, coincidiendo en nuestros pensamientos sin decir una palabra. Después de todo, ese gato era conocido por ser un aventurero del barrio.

— ¿Tú sabes algo sobre lo que nos pasó? ¿O viste algo extraño por la noche? ¡Despertamos y nuestros cuerpos estaban intercambiados!

—Déjame pensar… —mencionó el gato naranja con una sonrisa de suficiencia, balanceando su cola con picardía—. Por supuesto que lo sé… Por la noche, la bruja del 744 practicaba un hechizo nuevo. Pero para su sorpresa, su hechizo escapó hacia tu ventana —contestó, simple y tranquilo, lamiendo su pata.

Ante la respuesta del felino soleado, mi piel se erizó al igual que mi pelaje, y mi rostro (ahora gatuno) cambió a una expresión de horror.

— ¿Qué vamos a hacer? ¿Sabes cómo romper el hechizo?

El gato naranja rió, entretenido con la situación.

—Bueno, eso es lo divertido: tendrán que convencerla de que les devuelva sus cuerpos —mencionó con una sonrisa astuta—. Una pista he de dejarles: “Me buscan en la oscuridad, donde las sombras bailan sin cesar. Pero mi debilidad es la luz” —fue lo último que dijo antes de retirarse tan rápido como había aparecido.

En silencio, Sushi y yo lo meditamos. Mientras él continuaba lamiendo su mano, relajado —parecía tan cómodo con mi cuerpo—, a mí ya empezaba a picarme la cara por los bigotes.

Luego de considerar el acertijo, llegamos a la conclusión de lo que necesitábamos llevarle de ofrenda para convencerla de cambiar nuestros cuerpos. Observé la lámpara de sal en mi mesa de luz y suspiré, derrotada.

Con Sushi llevando su cuerpo gatuno —con mi cuerpo humano—, nos dirigimos a la casa 744.

Mientras caminábamos, aprovechamos la primera y única vez que íbamos a entendernos y poder comunicarnos entre nosotros, para recordar momentos vividos desde mi infancia hasta este presente. Recordamos nuestro crecimiento juntos y los buenos momentos en cada vacaciones.

Una vez llegamos a la casa de la bruja, tocamos la puerta. Con un chirrido agudo, la puerta se abrió lentamente, revelando a una anciana de unos 98 años, con un aura sombría. Incomodaba con solo verla: con ojos hundidos que, aunque apagados y aparentemente ciegos, parecían ver más allá de lo visible. Arrugas profundas en su piel pálida como la de un muerto indicaban su encierro y sus actividades nocturnas. Nariz puntiaguda y afilada con verrugas, labios finos, secos y agrietados, cabello grasoso, opaco, blanco y descuidado, atado en un moño mal hecho. Irradiaba sabiduría y misterio.

Inmediatamente entendió lo que ocurría con solo vernos. Cuando iba a echarnos, Sushi se quitó la mochila, mostrándole la lámpara de sal. La bruja cerró la boca de golpe. Luego de unos momentos, nos hizo pasar al interior.

Era una casa antigua de estilo colonial. Con cada paso, las maderas crujían. La fachada estaba cubierta de hierba y musgo. Las ventanas tenían rejas de hierro forjado que parecían diseñadas para mantener alejadas a las personas curiosas.

El interior era un laberinto de habitaciones y pasillos que se entrelazaban entre sí. Las paredes, adornadas con papel tapiz violeta oscuro y bordó, estaban decoradas con cuadros antiguos que daban un aire de misterio. Las alfombras viejas parecían venir de tierras lejanas. El ambiente era iluminado por candelabros, y en los estantes había libros y baratijas. La casa parecía tener vida propia. Incluso dudaba que esos susurros fueran solo del viento.

Nos hizo sentar en uno de los viejos sillones que se hundió bajo nuestro peso. La mujer se retiró temporalmente, dejándonos solos.

—Supongo que es un adiós, ¿no?

—No lo es. Puede que no hablemos otra vez ni nos entendamos verbalmente cuando vuelva a mi cuerpo. Pero estaré todos los veranos esperándote, Hestia.

Sonreí una última vez, sintiéndome más tranquila ante sus palabras. La anciana entró con un sahumerio extraño en un tarro, llenando la habitación de humo mientras susurraba palabras indescifrables, en una lengua antigua. Sentí mi conciencia desvanecerse lentamente, como flores de otoño ante el soplo de la brisa. Mi cuerpo se desplomó suavemente sobre el viejo sillón, sin fuerzas. La oscuridad me envolvió como un manto frío. Todo quedó en silencio.

Desperté lentamente, como una margarita cuando el sol sigue en el cielo. La suave luz entraba por la ventana. Sentí su calidez en mi rostro. Al abrir los ojos, estos se enfocaron lentamente, como cámaras. Noté unos ojos verdes, felinos e intensos, viéndome con atención, como si compartiéramos un secreto. Permanecía allí tranquilo, recostado sobre mi pecho.

¿Todo fue real? ¿Sucedió realmente?, me pregunté mientras pasaba mis dedos por el suave pelaje de Sushi.