Mi otro yo
Por Alex | «Tu mirada es como la de un búho», dijo mi amada. Mi expresión de sorpresa no

Por Alex |
«Tu mirada es como la de un búho», dijo mi amada. Mi expresión de sorpresa no pasó desapercibida. Al notarla, suavizó la mirada y habló: «Una mirada penetrante y sabia, como la del búho.»
Después de un rato, solté una carcajada, sorprendiéndola, y ella se contagió de mi risa. Comencé a caminar sin dirección aparente, dejando que siguiera mis pasos.
Los meses pasaron. De alguna forma, finalmente empecé a salir con Emilia. Todos los días estaba con ella sin importar el lugar o momento; también iba conociendo más de su gente cercana: «Carlos», amigo de la infancia; «Natalie», mejor amiga; «Marcos», compañero de la facultad; «Iván», «Andrea», «Christian», «Paula», «Eduardo», «Joel»…
Emilia conocía mucha gente. La sensación de incomodidad y disgusto en mi pecho se hacía cada vez más grande, aunque intentaba ocultarlo. Probablemente todas aquellas personas notaron mi sonrisa falsa, pero sin darle importancia, seguía junto a mi amada Emilia. Nuestra relación se fortalecía y, poco a poco, nos volvimos novios. Sentía una inmensa felicidad y una sensación de posesión dentro de mí.
Con el pasar de los días, notaba a Emilia decaída. Al preguntarle, me contó que, sin entender por qué, sus amigos decidían alejarse, dejar de hablarle o simplemente irse sin explicación alguna. Veía que, cuando ella intentaba contactarlos, no respondían o no lograba comunicarse, como si hubiesen desaparecido. Dentro de mí, realmente no sentía nada; me importaba muy poco. Pero al verla tan triste, sentía compasión por ella y la consolaba con palabras dulces y bonitas.
Tras todos esos sucesos, podía notar cómo Emilia se apegaba cada vez más a mí. En mi pecho, una llama de superioridad y satisfacción crecía. Mi mirada dulce, dirigida hacia ella, escondía todo aquello que se encontraba en lo más profundo de mí.
Uno de esos días, como tantos, Emilia trabajaba. Ella se despidió y se fue. Yo, igualmente, también decidí salir. Con el paso de las horas, de pronto me encontré frente al trabajo de Emilia. La vi; parecía estar tomando su descanso. Ella me vio, y con un movimiento rápido y silencioso aparecí frente a ella. Emilia pareció sorprenderse y asustarse. La miré con una mirada penetrante, ladeé la cabeza para ampliar mi visión. Después de unos segundos, ella, dudando, dirigió su mano hacia mi cabeza, dejando unas leves palmaditas.
Después de un rato, decidí irme, alejándome del marco de la ventana donde estaba, para irme hacia mi casa. Así fueron muchos días, yendo a su trabajo. Ella dejó de sorprenderse; hasta a veces me miraba de lejos o se acercaba. Verla me daba felicidad. Saber que estaba trabajando y no con otra persona que no fuera yo.
Nuestra relación seguía intacta. Aunque algunas veces había una que otra discusión, eso no impedía nada para mí. La idea de que conociera a más gente era uno de los motivos principales de aquellas discusiones. Y no, yo no quería que se relacionara con nadie más. ¿Por qué simplemente no podía hacerme caso? Se ahorraría todo. A veces solía enojarse mucho. No le entendía. ¿Por qué no comprendía que me hacía sentir mal? Triste. Eso era motivo suficiente para que dejara de hacerlo.
A pesar de todo, lograba que ella finalmente dejara de querer conocer más gente, así logrando mi cometido.
Antes, yo no solía estar tanto tiempo con ella. Al parecer, logró notarlo. Tantas fueron las veces que finalmente ella decidió venir a mi casa. Cuando llegó, no pude sentir su presencia. Ella tenía un juego de llaves que yo mismo había olvidado en su casa.
Desde la planta baja de mi casa llegué a escuchar la puerta principal abrirse. Con una velocidad rápida, llegué hasta la puerta de la habitación en la que estaba. Suspiré, tratando de calmarme. Miré hacia atrás; algunas plumas habían quedado en las escaleras. Frustrado y estresado, me calmé una vez más para poner una dulce sonrisa falsa en mi rostro y salir de la habitación.
Al verla, mi sonrisa siguió intacta. Ella me sonrió felizmente y se excusó diciendo que había venido porque tenía mis llaves. Tranquilo, y con mi dulce mirada, le agradecí. Ella, confundida, preguntó por qué tardé tanto en aparecer. Forzando mi sonrisa, desvié levemente el tema, halagando lo linda que estaba ese día. Ella sonrió y me agradeció.
Después, empecé nuevamente a pasar todo mi tiempo con mi amada, volviendo a como era en un principio. A veces, cuando no estaba con ella, sentía incomodidad. Me preguntaba: ¿Por qué se va? ¿A dónde? ¿Será cierto? ¿Se verá con alguien? Y más y más preguntas se estancaban en mi cabeza. No me gustaba que ella saliera si no era conmigo.
Varias veces expresé mi disgusto con Emilia, refiriéndome a mi miedo constante: “a que le suceda algo”. Una y otra vez, repetía el mismo cuento: «¿Y si te pasa algo? ¿A dónde irás? No me lo perdonaría si sucediera. Por favor, no te vayas.» Así muchas veces, hasta que finalmente empezó a hacerme caso, aunque le costaba.
Muy pocas veces salía con Emilia. Cuando lo hacía, la tomaba de la mano; sentía que, si no lo hacía, se iría. También, cuando Emilia se encontraba con alguien conocido, de manera discreta intentaba que esa interacción terminara lo más rápido posible, justificándome con: «Me siento mal, ¿podemos irnos?»
Algunas veces, podía ver a Emilia pensativa. Después de un rato, le preguntaba qué la atormentaba. Ella, dudando un poco, finalmente hablaba, diciendo breves palabras: «¿Por qué muchas veces no quieres que me relacione con los demás o no quieres que salga?»
Yo la miraba y le decía: «No quiero que te suceda nada. Conmigo eres feliz, ¿no? No necesitas a nadie más.» Ella, estremecida por la forma tan dulce en que se lo decía, no alcanzaba a ver la profundidad de mis palabras; solo veía la dulzura. Con satisfacción, sonreía y la conversación continuaba hacia cualquier otro tema, como siempre.
Así pasaron los días, convirtiéndose en meses. Emilia solía pasar tiempo conmigo y las personas que ya conocía no volvieron a aparecer. Se notaba que aún le afectaba aquello, aunque siempre trataba de disfrazar sus pensamientos y preocupaciones. Todo lo que ocultaba en el fondo aún seguía allí, sin ser descubierto por ella.
Habían pasado ya varios meses. Nuevamente me encontraba en la planta baja de mi casa. Emilia no estaba ahí, ni en casa; lo único que sabía era que estaba trabajando. Esta vez no había ido a verla.
El olor nauseabundo que desprendía la habitación era horripilante. Podía tolerarlo, pero lo odiaba y me daba asco. A mi alrededor, como la última vez que estuve ahí, las plumas seguían. Mi estrés, al pasar los días, se hacía más grande. Varias veces, mientras caminaba por la casa, Emilia me decía que le daba intriga aquella puerta. Siempre que ella estaba en mi casa, esa puerta permanecía bajo llave. En eso, yo era muy precavido. Pero hoy no lo fui.
Allí abajo, olvidé las llaves. No le di importancia: Emilia no estaba, no tenía por qué preocuparme. Pero como si mis pensamientos fueran mentira, escuché abrirse la puerta principal. No pude reaccionar a tiempo. Mi cuello giró 135 grados y la vi, ahí parada, su rostro pálido. La bolsa que tenía en sus manos cayó al suelo, desparramando todo lo que contenía. Ella retrocedió unos pasos, aunque en vano, ya que tropezó con el último escalón.
Su mirada se dirigió al suelo. Escuché su grito ahogado. Se tapó la boca y la nariz. Noté cómo se contenía para no vomitar, pero al parecer no lo logró y terminó vomitando en el suelo. No me acerqué a ella todavía. Me quedé observándola desde donde estaba. Mis plumas manchadas de un líquido rojo, al igual que mi pico corto. La sangre estaba en todos lados.
Vi cómo sus ojos comenzaban a cristalizarse, su rostro confundido. Finalmente, decidí acercarme. Tomé vuelo y, con sigilo y rapidez, aparecí frente a ella. Con miedo y en shock, no se movía. Temblando, finalmente habló:
—Aléjate.
Habló con temor en la voz, viendo a aquel búho manchado de sangre. Ladeé mi cabeza y, después de un rato, decidí revelar mi presencia. Mis plumas empezaron a caer, formándose mis brazos; y así con el otro igual. Mis dos patas largas se transformaron en mis dos piernas. Todas las plumas de mi cabeza se desprendieron, dejando ver finalmente mi otro yo.
Ella jadeó, aún más asustada. Antes de que hablara, sonreí y llevé mi mano —llena de sangre— a su mejilla. Ella me miró una y otra vez, a todos lados, hacia los cuerpos que estaban en el suelo: Carlos, Natalie, Christian, Paula, Eduardo, Joel, Iván y Andrea. Todos estaban ahí, sin vida. Y peor aún: donde debían estar sus ojos, no había nada.
Sonreí entre dientes y dejé un beso en la comisura de sus labios. La sangre de mi boca manchó la suya. Ella, aún en shock y sin entender nada, todavía no se movía.
Y yo simplemente dije, con una dulzura asquerosa:
—Llegaste temprano.