La última orilla
Por Alex y Estefanía El auto avanzaba por el sendero de tierra; la noche parecía tragarse todo sonido. Iba
Por Alex y Estefanía
El auto avanzaba por el sendero de tierra; la noche parecía tragarse todo sonido. Iba mirando por la ventanilla: no había más que árboles en la oscuridad. Aun así, no podía evitar quitar mi mirada de allí. Los árboles apenas se inclinaban y los troncos crujían levemente, aunque no hubiera viento.
—Lindo lugar, ¿no? —habló Tomás desde el asiento del conductor. Su voz sonaba tensa; aun así, nadie respondió.
Cuando llegamos al lago, el aire era denso y húmedo. El lago parecía un agujero negro en la tierra, inmóvil, como un espejo que no devolvía reflejo.
La fogata fue encendida; todos la rodeamos, dejando que el calor nos invadiera por lo menos un poco. Casi nadie hablaba: los chistes morían rápido. Sentía el aire tan denso y cargado.
Mi vista se dirigió al agua. Juraba que pude ver algo en aquel lago inmóvil: pequeñas ondas que se extendían por la superficie. Algo estaba ahí abajo, algo nos estaba mirando.
De pronto, dos puntos amarillos aparecieron debajo del agua, brillantes. No se movían, no parpadeaban. Nos miraban.
—Hay algo allí —hablé en un susurro seguro.
—Debe ser un pez —habló Javier sin mirar al lago.
Pero de pronto surgió. La superficie del lago se abrió.
Una cabeza monstruosa emergió levemente. No hubo ningún ruido ni movimiento brusco: el agua se separó como si tuviera miedo de tocarlo. Las escamas negras en su cuello parecían ganchos oxidados. Su lengua salió, larga y viscosa, dejando caer una baba espesa.
El sonido que emitió fue peor que cualquier rugido: fue un silbido tan agudo, tal como un llanto infantil mezclado con algo moribundo. Sentía mis oídos arder.
Nadie se movió. Nadie podía. El terror me invadió completamente. El chillido de aquella cosa hizo su presencia una vez más, y fue ahí cuando el hechizo se rompió. Javier gritó con horror.
Corrí, todos corrimos. Sentía la presencia de aquel ser cada vez más cerca. De pronto, la cola de esa criatura tomó a Javier. Lo único que pude sentir fue un chorro de sangre salpicándome. Mis piernas temblaron; como pude, di pasos hacia atrás. Sofía me tomó de la mano para que siguiera corriendo. Mi respiración era cada vez más agitada y sentía el silbido mucho más cerca.
Sofía tropezó. Me giré justo para ver cómo una cola enorme atravesaba su abdomen. El sonido de la carne desgarrándose me heló por completo. La levantó en el aire como un muñeco roto. Grité una sola vez antes de que su cuerpo chocara contra un árbol.
—¡Corre! —me gritó Tomás, jalándome del brazo. Nos escondimos detrás de un tronco. No pude evitar que mis ojos se llenaran de lágrimas.
—No… no es hambre —murmuró él—. Nos está cazando.
Entonces lo escuché: su respiración detrás. Estaba justo ahí. Sus ojos no eran de un animal; eran inteligentes. De un parpadeo, Tomás desapareció. Solo escuché un chasquido y sentí nuevamente algo salpicarme. No quise ver.
Corrí. No pensé, no miré atrás: solo corrí mientras sentía ese silbido por todas partes.
Llegué a la orilla nuevamente. Y allí estaba, inmenso. Ocupaba toda la orilla, como si hubiera nacido del lago. Me observaba, inmóvil; su lengua viscosa se deslizó por mi cara. El olor me hizo querer vomitar. Pero sentía que no podía moverme: simplemente estaba paralizada. Millones de cosas vinieron a mi cabeza y, sin poder evitarlo, mis ojos se humedecieron… por miedo, por terror a esa cosa de ahí.
Cerré los ojos, como si eso pudiera salvarme de ese monstruo.
Los abrí: ya no estaba.
El monstruo había desaparecido.
Me quedé quieta, esperando algo: un silbido, un chapoteo del agua, el crujir de los árboles al moverse, esa cosa gigantesca. Pero no había nada. El silencio era tan absoluto que dolía. El lago, quieto, completamente liso, como desde un principio. La luna se reflejaba perfectamente en su superficie, como si el agua no hubiera sido perturbada en siglos.
No había nada.
Era como si nunca hubiera pasado nada.
Me di cuenta de que estaba sola, de frente a un lago perfecto, hermoso… pero falso.
Me arrodillé, temblando. El barro estaba seco, no había huellas ni silbidos. El bosque estaba en orden, como si nunca hubiera pasado.
Pero los cuerpos seguían ahí. Yo seguía ahí.
Y seguía ahí, cubierta de sangre.
