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Bajo las aguas negras

Por Lucía y Maitena En un pueblo costero olvidado por el tiempo, los ancianos advertían a los jóvenes que

Bajo las aguas negras

Por Lucía y Maitena

En un pueblo costero olvidado por el tiempo, los ancianos advertían a los jóvenes que no se acercaran al acantilado en las noches sin luna. Decían que el mar se volvía negro como la tinta, y que bajo esas aguas habitaban criaturas que alguna vez fueron humanas, pero que la desesperación y la traición las habían condenado a transformarse en sirenas.

Eran distintas a las de los cuentos: estas sirenas tenían la piel grisácea, los ojos lechosos y las bocas llenas de dientes afilados. Solo se las escuchaba cuando la marea subía; entonces, un canto grave y discordante hacía vibrar los huesos.

Clara, una chica curiosa, desoyó las advertencias. La atracción del abismo pudo más que el miedo. Una noche bajó sola con una linterna hasta la orilla del mar. De repente, la marea empezó a subir, como si la arena estuviera respirando. De pronto vio tres criaturas: sus cabellos largos y oscuros parecían flotar por voluntad propia. No tenían la belleza de los mitos, sino la deformidad de los cadáveres hinchados por el agua.

Clara intentó retroceder, pero ya era tarde. El canto comenzó a envolverla, penetrando como un veneno suave. Las sirenas le hablaron sin mover los labios:

—Bajo las aguas negras… ven con nosotras.

El aire se volvió pesado y la linterna se le cayó de las manos. Una garra, dura como una piedra, le rozó el tobillo. Clara gritó, pero su voz fue tragada por el rugido de las olas que se levantaban de la nada. Nadie en el pueblo volvió a verla jamás, ni a saber nada de ella.

Cuentan que, desde entonces, en las noches sin luna aparece otra silueta junto a las sirenas. Su cabello brilla como la sal y su voz es más fuerte que las demás. Es la advertencia para quienes se acerquen demasiado: el mar siempre reclama nuevas voces para su canto eterno. Y cuando el agua se tiñe de negro, lo mejor es mirar hacia otro lado.