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El eco de la iglesia

Por Martín y Victoria En medio de un pueblo pequeño, perdido entre la selva y los pantanos, se alzaba

El eco de la iglesia

Por Martín y Victoria

En medio de un pueblo pequeño, perdido entre la selva y los pantanos, se alzaba una iglesia vieja, cubierta de musgo y con campanas que hacía años que ya no sonaban. Nadie entraba allí. Los vecinos la miraban desde lejos y, al caer la tarde, apresuraban el paso como si algo los vigilara desde adentro.

Los más ancianos contaban que en esa iglesia se había instalado Ajatáj, un espíritu oscuro de cabello enmarañado y piel de hueso, vestida con lianas y hojas secas. No siempre fue maligna, decían. Alguna vez protegió la tierra, pero la ambición de los hombres que talaron árboles y ensuciaron los ríos la llenó de furia. Ésta buscó refugio en la iglesia abandonada y, desde allí, empezó a castigar a los que se atrevían a desafiarla.

No estaba sola: entre las ruinas se movían los Ajat, criaturas nacidas del barro y de las hojas podridas. Tenían ojos saltones, bocas llenas de dientes y corrían dando saltos torpes, siempre obedeciendo a su dueña. De noche se oían sus chillidos entre los bancos de madera, como si celebraran una fiesta macabra.

Un forastero incrédulo de las historias se atrevió una vez a entrar cuando buscaba refugio de la tormenta. Los vecinos escucharon un alarido largo y desesperado, pero nadie se atrevió a ayudarlo. A la mañana siguiente, lo único que quedó de él fue su sombrero, cubierto de barro, en la entrada de la capilla.

Desde entonces, nadie volvió a abrir esas puertas. Y cuando el viento sopla fuerte, algunos aseguran ver una silueta cadavérica asomarse por la ventana del campanario, mientras en el interior resuenan risas huecas y pasos pequeños corriendo entre las sombras.

La iglesia sigue en pie, como si esperara al próximo curioso. Pero el pueblo nunca lo olvida: allí no habita el abandono, sino la paciencia oscura de Ajatáj, que todavía no olvida la ofensa de los hombres.