La casa celeste
Por Francisco * E.E.T N°1| Llegué de la facultad por la tarde, un día como otros. Entré abriendo la

Por Francisco * E.E.T N°1|
Llegué de la facultad por la tarde, un día como otros. Entré abriendo la puerta que rechinaba. Caminé por ese piso manchado de tiempo hasta mi habitación. Me acosté en esa cama plasmada de recuerdos y cerré los ojos, tratando de buscar tranquilidad y paz, que encontré en mi memoria, en mi hogar, mi casa.
Cuando mi mamá estaba embarazada de mí, vivía junto a mi papá en una casa mediana, casi impecable, con paredes pintadas de celeste, dos ventanas relucientes con vista a la calle y una puerta de madera grande y espléndida o, al menos, eso me contó mi papá.
Después del parto, comenzaron a criarme en esa casa, con la esperanza y el deseo de darme una niñez hermosa y “perfecta”. Pasé mis primeros dos años como si viviera en un cuento, con caprichos cumplidos, padres que jugaban conmigo, en una casa que parecía un palacio, un lugar feliz y hermoso donde todo iba bien.
Luego, unos años después, a mis cinco años y medio, mis papás se pelearon… Escuchaba a través de las paredes, que parecían abrirse paso a su charla como si fuera a propósito. Parecía que yo había sido un capricho y mi castillo, mi hogar, un desperdicio de dinero. O eso creía mi mamá, al menos eso parecía, mientras mi papá replicaba: “Está casa fue de mi padre, guarda tantos recuerdos en sus muros, sus ventanas y muebles, que no te puedes ni imaginar… jamás abandonaremos este hogar”.Fue así como comenzaron los problemas, los conflictos que marchitaron las paredes, que taparon las ventanas y hacían que el piso se convirtiera en una caída libre. A mis seis años llegaba de la escuela con mi papá, pero aquella ya no era mi casa, no era mi castillo hermoso, mi lugar especial, con paredes celestes como el cielo y una puerta de cuentos de hadas, sino un ambiente tenso, paredes grises y un piso manchado de tanto no limpiarlo. Entré a las fosas, al calabozo de mi (antes) reluciente castillo. Fui a mi cuarto, donde me acosté rezando por volver el tiempo. Cerré los ojos hasta que sentí que mi cuerpo flotaba… fue ahí cuando mi mente me dio nuevos ojos, vi mi castillo, mi precioso hogar, hasta que vino la reina ordenando que comiera algo.
Como todo príncipe educado, viendo a pocos pasos al rey comiendo un gran filete con ensalada, quise acompañarlo, pero no me dejó. Entonces la reina que estaba detrás de mí le gritó. En ese momento escuché un susurro y, después, un rostro apareció en la puerta de mi pieza y me gritaba que entrara. Corrí como un rayo y me acosté en mi enorme cama, cerrando los ojos otra vez… Entre las lágrimas que derramaba, los gritos que mi almohada tapaba y el secreto que las paredes de mi castillo guardaban, abrí los ojos. Entre imágenes borrosas vi esas paredes tristes, grises, asustado por volver a ese calabozo. Busqué a mi reina, a mi mamá. Salí de mi pieza para rescatarla, viendo en ella dolor y un moretón en el ojo, y el “rey”, mi papá, con una botella en mano y las “soluciones” en la otra. Corrí de ese lugar, entré a mi celda y me acosté en mi rincón, con cascadas en mis ojos y una lija en mi garganta, pensando en solo una cosa: “Quiero mi casa, mi castillo, quiero mi hogar”.
Llegué a mis siete años con ganas de salir, de socializar y conocer a otros príncipes con castillos enormes, pero mi mamá no me dejaba con la excusa de que me juntaba con mala gente, sabiendo que en realidad era porque, si salía y alguien me conocía, sabría lo que pasaba, lo que había dentro de mi castillo, de mi antigua casa celeste.
Llegué a mis trece años, con mis actos de rebeldía y mis contradicciones, pero siempre con esperanza de que ese hermoso hogar que recordaba volviera, aunque sabía que estaba peor. Veía las ventanas con la esperanza de que los colores volvieran, observaba las paredes mudas con atención, sabiendo que tenían más secretos que cualquiera y que, a pesar de estar en silencio, contaban una historia, una vida.
Mis papás llegaban, comíamos sentados en extremos, en silencio, solo interrumpido por los susurros de las paredes y la tentación que eran las ventanas, para escapar por ellas a un lugar colorido, o simplemente a un lugar.
No tardó mucho, a mis catorce años mi mamá, a razón de un accidente, murió en un choque automovilístico. ¿Y ahora? ¿Qué quedaba en mi hogar?
Volvía de la escuela viendo esa imagen que siempre se grabó en mi cabeza, mi castillo, para solo entrar y que se derrumben mis pensamientos, paredes repletas de historias tristes, un ambiente que no era malo, no era bueno, era un vacío sin sentido, no me daba seguridad y menos comodidad, me sentía en otro lugar, menos que en… mi casa. Mi papá, que quedó mudo ante esto, solo se hundió más en sus pensamientos, alimentó los secretos de la casa rompiendo cuadros, rayando ventanas y golpeando las paredes que parecían casi desplomarse. Veía pasar la gente por la ventana y me preguntaba ¿Qué verán ellos? Esa casa en la que algún día viví, ese lugar que aparentaba ser el cielo, ¿ser hermoso? Yo soy el único que sabía la verdad, que sabía lo que mi hogar oculta, lo que esa imagen hermosa esconde.
A mis dieciocho años, siendo ya mayor, no sabía qué hacer. Mi papá yacía anclado al sillón, yo que no tenía amigos, no tenía familiares conocidos, nada. Trabajaba con la responsabilidad de comer y… bueno, comprar las cervezas para mi papá, su único consuelo.
A mis veintitrés años, no conocía a mi papá, solo conocía su voz al gritar e insultar y sus manos al golpearme -como había hecho con mi mamá-. Siempre lo quise perdonar, pero no tuve la suerte de que él quisiera lo mismo y ahora, ya es tarde…
Llegué de la Facultad de Arquitectura planeando hablar con mi papá, proponiéndole cambiar estás paredes y crear nuevos recuerdos en ellas, pero llegué solo para encontrar desgracia: vi a mi papá sentado en el sillón como de costumbre, solo que, sin roncar, sin mirar la televisión, sin mover siquiera la botella de cerveza que a los segundos cayó golpeando el piso. Fui a hablarle y no respondía, no se movía ni respiraba. Llamé a la ambulancia, que al llegar no dudó mucho y menos tardó en decirme que él ya había muerto al ahogarse mientras dormía. Yo solo me quedé en blanco y lo único en que pensé fue ¿Qué me queda entre estás paredes y estos muebles?
Y así llegamos a este momento. Tengo veintiséis años, vuelvo a mi casa en un día normal, abro la puerta vieja que resguarda todo lo que contiene dentro, rechinando del tiempo. Paso caminando por el piso en el que estuvo mi mamá, por el que pasó mi papá, por el que pasaron por primera vez otras personas, y mientras camino volteo a ver ese sillón donde mi papá se sentaba horas a ver la televisión, tomando, ahogándose en penas y en arrepentimiento, sin aprovechar el tiempo que estuvo en esta casa conmigo, tratando de arreglar todo.
Veo la cocina, donde comía en silencio con susurros de fondo junto a mis papás, con una tensión entre ellos y un desprecio hacia mí. Caminé hasta mi cuarto, entré a esa prisión que ahora veía como el único lugar donde me sentía “seguro”, donde me sentía encerrado. Me acosté en esa cama con frazadas que me abrazaban con consuelo, con la almohada que guardaba mis gritos y contenía mis lágrimas.
Cerré mis ojos, con melancolía estuve veinte minutos hundido en mi mente, en los recuerdos que las paredes me susurraban… abrí mis ojos, derramando gotas del tiempo y solo había un silencio que rompí solo con una pregunta…
¿Esto… es un hogar?